Ayer por la noche volvimos al teatro en este 2015 con mi
mujer. Terrenal, de Mauricio Kartun fue la elegida, que también estaba de
reestreno. Esa hermosa costumbre de sacar entradas para aquella obra que por
alguna razón, recomendación, azar o intuición llega a nosotros, esperar el
tiempo necesario para que madure la salida teatrera, decidir no leer las
críticas sino ir y encontrarse con lo que tenga para mostrarnos, amanecer el
día en que las entradas dicen que se llevará a cabo la función, prepararse
horas antes y salir al ruedo citadino para llegar a un espacio en donde un
grupo de personas preparan y traman algo, buscan mostrarte la realidad bajo una
nueva mirada. Uno se predispone, reconoce el espacio -en este caso, el Teatro
del Pueblo, primer teatro independiente de la Argentina-, es ubicado, toma
asiento y se relaja para recibir lo que toque.
Y vaya si te toca esta obra de teatro. Teatro de texto, lo
llaman algunos, poesía inabarcable, elijo referenciarla. El texto que Kartun le
sopla a los personajes al oído es de una consistencia, gracia, libertad y
sublevación que permite a uno volar y concluir sus palabras, da rienda suelta a
la imaginación, encara temas que podrían ser trágicos con un humor -o esto es
lo que recibe el público, al no parar de reírse, por ejemplo, tras la muerte de
un personaje- descollante. Uno sale lleno, nutrido tras ver esta obra,
Terrenal, donde dos hermanos, Caín y Abel, luchan dialécticamente, en principio,
con su antagónico, y luego se les presenta el Tata, para develar el misterio de
las diferencias.
Una historia que no se queda en la contraposición aparente y
simplista de visión de izquierda y de derecha, sino que ahonda en las miserias
humanas, en el sentimiento encontrado de aquel que tiene su "sistema
opositor" visible en su hermano, y no logra vislumbrar que está allí para
confrontarlo y hacerlo crecer. Actuaciones sublimes, un Claudio Rissi que
brilla en su papel de Tatita, con un monólogo final deslumbrante. Y parece ser
que no alcanzan las palabras para elogiar una obra que agradezco haber estado
allí para verla y disfrutarla.
El gusto mismo de salir del teatro hablando de la obra recién
vista. Caminar por la calle Corrientes en buena compañía, buscar un lugar para
comer con mi amada, y seguir desculando y entreteniendo la verba con lo recién
visto. "Este teatro es el que me invita a hacer teatro", me dice con
su simpleza y precisión verbal Marisel. "Esto me gusta de los monólogos,
ese final que pone al público de pie", para aplaudir y reconocer la tarea
realizada. Teatro del bueno, del que te hace saltar del asiento y creer que tu
aplauso es algo importante, cuando la realidad indica que lo importante te lo
llevas para seguir masticándolo en conjunto, luego, entre la muzzarella grasosa
del Guerrín y lo que tenés que hacer al otro día al levantar la cabeza de la
almohada.
El buen teatro te saca un poco de esa sensación de atadura
de la realidad, te invita a pasear por el imaginario y ampliar la mirada
unilateral que suele componer nuestro pequeño Universo, darle un toque de color
al día y seguir adelante. Porque hay tanto por recorrer en el horizonte que no
hay obra de teatro que pueda abarcarlo. Y ésta, casual o causalmente, será una
obra que recordaré de por vida por ser la primera que fuimos a ver con mi
primer hijo en el vientre de su madre. Nosotros la vimos, él la sintió.
"Esto es lo que les gusta a mamá y a papá", dice que le dijo Marisel a
la panza antes de que empiece. Esto es lo que quiero hacer y comunicar tras ver
esta obra de arte. El teatro logrado te hace salir con un envión a encarar la
vida que no me lo genera ningún otro arte.

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